cromets #guanyats
|
Divendres, 30 d'agost
cromets 8:34 a. m.JUAN JOSÉ MILLÁS/ el país 30-8-02 El vértigo de la maleta vacía y de la página en blanco son idénticos. Nunca sabes si empezar por la idea más honda (¿el calcetín?) y desde ella deslizarte hacia la blusa, o al revés. Cuando rellenas una maleta, como cuando escribes una página, tienes dentro de tu cabeza, seas consciente de ello o no, a un 'lector implícito' (lo dicen los críticos), que a veces es un funcionario de aduanas. ¿Qué debería ver primero ese lector? ¿La ropa limpia? ¿La sucia? ¿El contrabando? ¿La bolsa de aseo? En un folio hay zonas limpias y sucias y prohibidas del mismo modo que en una maleta hay sintaxis y morfología. Abrir una maleta mal hecha produce el mismo efecto que abrir una novela mal escrita en la que los materiales narrativos no guardan entre sí más relación que la de la proximidad. Una maleta, en fin, es un relato. ¿Qué llevo?, se preguntaba usted a primeros de agosto ante la maleta abierta y vacía. ¿Qué escribo?, se pregunta el escritor frente a la página en blanco. A veces se coloca un grupo de calcetines en la esquina superior izquierda (no es raro que llenemos las maletas en el orden en el que escribimos: de izquierda a derecha y de arriba abajo) e inmediatamente los quitamos, como cuando tachamos la primera frase con la que habíamos logrado arrancar. Probemos, pues, a colocar los calzoncillos o los cinturones o esta oración de relativo que es un endecasílabo perfecto. ¿Qué llevo? ¿Qué escribo? La maleta no será la misma si comienzas a rellenarla por los panty o por los pantalones, por el cepillo de dientes o por las braguitas. Hay gente que tiene una buena idea para un relato, pero no la suelta hasta el final. Otros arrancan con esa idea e intentan permanecer a su altura hasta la última línea. Hay quien hace las maletas como el que escribe un cuento y quien las hace como el que escribe una novela. Hay maletas de miedo y de introspección psicológica, de amor y de aventuras, realistas y fantásticas, consabidas y experimentales, eróticas y pornográficas. Todo el mundo debería saber hacer una maleta del mismo modo que todo el mundo debería saber escribir un folio. Las personas a las que les hacen las maletas son como aquellas a las que les escriben los discursos: más que 'hablar', 'son habladas' (véase Lacan, con perdón, ya amenacé con citarlo hace unos días). Por lo general, la tarea de hacer el equipaje recae en las mujeres, que son curiosamente las que más novelas leen. Las maletas tienen a veces compartimentos especiales para guardar las cosas de aseo, los calcetines o los cinturones. Esos compartimentos actúan como las convenciones narrativas, es decir, que son un poco previsibles. Tú puedes hacerles caso o no, pero los verdaderos aciertos aparecen cuando se vulnera la norma. A los políticos importantes, del mismo modo que les escriben los discursos, les hacen las maletas, y eso se ha notado mucho en las comparecencias televisivas de este mes (¿se fijaron, por cierto, en la indumentaria con la que Aznar se presentó en Silos?). Algunos llevaban camisas increíbles, que no podían haber salido de sus cabezas, como no han salido de sus cabezas las frases de sus discursos. ¿Quién viste de ese modo a los ministros, a los subsecretarios, a los directores generales? Seguramente, el mismo que habla por ellos cuando abren la boca, o sea, su ventrílocuo. Ahora piensen en Marilyn, en Groucho Marx, en Elvis, ya que los tres han estado de actualidad durante este mes. ¿No darían ustedes cualquier cosa por haber 'leído' una de sus maletas? ¿No pagarían a gusto el precio de una novela editada en piel por asomarse al equipaje, pongamos por caso, de Martina Klein? Y bien, se termina agosto. Hay que hacer de nuevo la maleta, esta vez para volver a casa. La pregunta, ahora, no es qué llevo, sino cómo coloco lo que traje, quizá lo que he comprado. Dicen los lingüistas, con perdón, que todo discurso (y la maleta es un discurso) está destinado a alguien. Quizá si lográramos averiguar para quién la hacemos (lo que es tanto como adivinar para quién escribimos), lográramos establecer un orden que nos ayudaría también a colocar las ideas dentro de la cabeza. Ahora mismo no sé si debería haber comenzado este artículo por los calcetines o por Martina Klein; pero tampoco se apuren ustedes demasiado, porque toda maleta, como toda existencia, tiene algo de borrador. Por eso la deshacemos y la volvemos a hacer. Por eso vivimos varias vidas. Feliz invierno. Llegint aquest article d'en Millàs, que sona una mica a comiat, he pensat en maletes i esborranys. Ell compara la manera de fer una maleta a la manera d'escriure, i, deprés de molts jocs de paraules, arriba a la conclusió que la nostra existència no és més que una suma d'esborranys de les diferents vides que fem i desfem. N'hi ha qui de seguida tenen feta la maleta i que mai no dubten de què ni com ho posaran. Els admiro. Saber fer una tria de roba i estris de viatge que serveixin per a qualsevol ocasió equival ja tenir la maleta ordenada. No hi falta ni sobra res. D'altres, davant els continus dubtes, tirem pel dret i agafem el doble del que necessitaríem. Per allò de "¿i si passa res?". . Per allò del si passa algo. Previsió aquí és sinònim de caos, perquè l'allau de peces triades obliga a sacrificis fets a corre-cuita. La maleta no tanca i la realitat imposa un desodre d'ùltima hora. L'exemple de les maletes val per a explicar el procés d'escriptura: concisió que afavoreix una bona estructuració o desgavell que obliga a mutilacions i incoherències finals. Maneres de ser que obeeixen a diferents plantejaments vitals. Només qui es fa la maleta sol o s'enfronta a un esborrany en blanc té la possibilitat d'equivovar-se i pensar que la propera vegada ho tornarà a intentar. mas Diumenge, 19 d'agost
cromets 6:30 p. m.VICENTE VERDÚ ( el pais/17-8-02) La casa La casa es nuestra cáscara. Más que el caparazón de una tortuga que, en definitiva, no la envuelve por entero. La casa es nuestra investidura. Siempre vamos o venimos de casa y la casa, mientras cumplimos la vida cotidiana, nos acompaña sin cesar. En vacaciones, sin embargo, nos deshacemos de la casa del mismo modo que otros animales se liberan de una piel y ambulan desnudos. La casa ha quedado, no obstante, allí, en la ciudad, no se biodegrada como las pieles desprendidas de los otros seres vivos. La casa continúa en pie, indemne y con la boca abierta. Vacía de nosotros y sin poder cerrar sus fauces porque continúa a la espera de volvernos a albergar. ¿Cuándo? La casa no lo sabe ni puede preguntarlo. Sus cuartos sin nadie, sus pasillos sosteniendo la altura, el salón conservando el vacío se constituyen en una forzada guarda de nuestra ausencia. La familia chapotea en el mar, lanza risotas bajo el chiringuito, duerme la siesta a pierna suelta y entretanto la casa se encuentra en estado de ataraxia. Quieta, tensa, dejándose penetrar por las hileras de luz y sin moverse. Se habla mucho de los perros abandonados pero la situación de la casa es incomparablemente peor. Mucho más dolorosa y grave. No conoce dónde estamos ni puede comunicarse con nadie. La casa se ocupa y se desocupa como si ella no existiera cuando nuestra existencia es imposible de describir sin la vinculación a la morada. La vivienda, de hecho, es parte de nuestra vida, pero basta que llegue el verano para que la olvidemos como un subproducto clausurado a las espaldas. ¿No pensará nada la casa siguiendo la teología de Teilhard de Chardin? ¿No será un ser orgánico y latente que sólo por su silencio confundimos con la nada? O, peor aún, con un elemento de quita y pon, existente e inexistente a voluntad, habitable o deshabitable como un pensamiento superficial y pasajero. La casa, en cambio, es mucho más, y si en el piso entraran los ladrones sentiríamos que han penetrado en nuestro albergue corporal más íntimo. Entonces, ¿cómo es posible dejarla a su suerte, no llamar al contestador, no facilitarle compañía, cómo no regresar pronto a su encuentro desde la culpable banalidad del veraneo? Divendres, 9 d'agost
cromets 8:50 a. m.De los amanuenses a los cibercafés XAVIER MORET ( El País/ Catalunya/ 9-7-02) Da vértigo pensarlo. Hace como quien dice cuatro días todavía existían en Barcelona, medio ocultas tras el esplendor del mercado de la Boqueria, unas casetas mínimas que albergaban a unos pocos amanuenses dispuestos a poner por escrito las palabras de otros. Escribían al dictado, con una rapidez digna de récord, con pulcritud y sin faltas, sentados ante una vieja Olivetti y escuchando, sin retenerlas, las palabras de los analfabetos que, con la actitud propia de quien se arrodilla en un confesionario, acudían a un profesional de las palabras para contar lo que les pasaba a parientes o amores lejanos o para resolver papeles burocráticos e instancias coronadas por un 'Dios guarde a usted muchos años'. Todo esto, sin embargo, ya no existe. Ahora vivimos tiempos de gente ensimismada que encuentra en los cibercafés que tanto proliferan la comunicación inmediata y sin intermediarios con países lejanos. Cuentan las crónicas que fue a mediados del siglo XIX cuando los amanuenses se instalaron frente al palacio de la Virreina, en plena Rambla de Barcelona. Estaban pegados a un muro frente a Casa Beethoven, en unas mínimas casetas de madera. El analfabetismo de la época auguraba al nuevo negocio buenas perspectivas y en los primeros meses eran muchos los que se confesaban a aquellos escribientes capaces de dominar y descifrar la magia de la palabra escrita. Eran aquellos tiempos de tintero, plumilla y caligrafía, cuando la buena letra era todavía un distintivo social. Según parece, los primeros amanuenses eran militares que habían sido licenciados tras las guerras carlistas; se quedaron sin causa por la que luchar y en pocos días cambiaron las armas por la palabra escrita. La mayoría se limitaban a transcribir con exactitud lo que decía el cliente de turno, pero también los había que proponían modelos de cartas amatorias en las que sólo había que rellenar los espacios en blanco con el nombre del amado o de la amada. Eran Cyranos anónimos, tramposos al servicio del amor y de las letras. La primera máquina de escribir hizo su aparición en las casetas de los amanuenses de Barcelona en 1924. Fue una revolución que tardaría años en asentarse. Al final, sin embargo, la caligrafía acabó por retroceder frente a la frialdad de la palabra mecanografiada y las colas fueron aumentando. Las muchachas del servicio doméstico eran, según se cuenta, las principales usuarias de los amanuenses. Los domingos por la tarde hacían largas colas para poder mandar unas palabras al pueblo, a la familia, al novio, para apresar la realidad en forma de carta. El gran enemigo de los amanuenses fue la progresiva culturización del país, aunque las casetas sobrevivieron bastantes años. En 1959 un incendio las destruyó parcialmente y poco después fueron trasladadas a la plaza del Doctor Fleming, su último destino. Quedaron arrinconadas en un rincón del mercado de la Boqueria, como si los responsables municipales prefirieran ocultarlas a la vista del gran público. En los años ochenta llegó su hora definitiva. Las casetas fueron desmontadas y los amanuenses públicos acabaron desapareciendo. La palabra, de todos modos, tiene ahora un nuevo templo de paso: los cibercafés o los locales de Internet. Basta dejarse caer en uno de los grandes, situados en el centro de Barcelona y abiertos las 24 horas del día, para comprobar cuál es la fiebre que ahora domina la ciudad. Cientos de ordenadores dominan un paisaje vendido a la tecnología, mientras una mayoría absoluta de extranjeros (el 70% dicen las estadísticas) teclea sin parar para explicar sus impresiones lejos de casa o para leer lo que está pasando en su país. Es la palabra inmediata, sin intermediarios, sin caligrafía, sin borrones, sin máquinas de escribir. Es, en definitiva, la magia de unas palabras que ya no necesitan ni sobres, ni postales, ni sellos. Escribían las cartas de los analfabetos, que se arrodillaban ante ellos como en un confesionario El aumento de los cibercafés es imparable. El primero, El Café de Internet, se instaló en la Gran Via de Barcelona en 1995. Tenía 18 ordenadores a disposición de los clientes y fue saludado como una curiosa novedad tecnológica. Los últimos locales de Internet, como los de la cadena Easy Everything, son grandes salas con 300 ordenadores montados en batería. Ya no hace falta ni la excusa del café: se trata de la comunicación pura y dura, el e-mail por el e-mail, el chat por el chat. De noche, cuando las tarifas bajan, el culto a Internet se dispara y estos locales registran una actividad sorprendente. Los turistas suelen permanecer poco tiempo: escriben sus e-mail, consultan la prensa del país y se largan a recorrer la ciudad. Los ciudadanos locales, en cambio, se apuntan al chat y pueden pasar horas y horas ante el ordenador. Un vicio. Indican las estadísticas que actualmente hay en Cataluña unos 300 cibercafés que reciben la visita de unas 200.000 personas cada semana. En verano, sin embargo, con la llegada de los turistas, las cifras se disparan y los mensajes no paran de cruzar el mundo por unas autopistas tecnológicas que están a años luz de aquellos amanuenses que algo más de 20 años atrás se esmeraban con su pulcra caligrafía. Eran otros tiempos, otros hábitos, otras letras. |
|